Se acaba de cumplir un año desde que el mundo se vio sorprendido por una pandemia de alcance global, que ha supuesto un cambio drástico en nuestra forma de vivir a lo largo de los últimos meses. A una reacción inicial de cierto miedo y gran incertidumbre, siguieron medidas de fuerte calado en cuanto a las restricciones de movilidad, que tuvieron como consecuencia una drástica reducción de los niveles de producción y de demanda en nuestras economías.
En términos económicos, es difícil encontrar precedentes de una situación económica similar a la que hemos vivido, y en la cual aún estamos inmersos. Quizás, la situación más asimilable sería la de una guerra.
Salvando las distancias, podemos encontrar similitudes en términos económicos entre la actual coyuntura económica y un conflicto bélico global.
En primer lugar, con la fuerte caída simultánea y global de la demanda y la oferta agregada, y en definitiva del PIB. En segundo lugar, la sincronización del ciclo económico a nivel global. A ello se une también el hecho de que ambas situaciones tienen un impacto demográfico, que supone una disrupción de las tendencias previas, y que ambos ponen los sistemas sanitarios nacionales al límite. Finalmente, también son elementos comunes, tanto el hecho de que ambos eventos desencadenan la necesidad de recurrir a fuertes endeudamientos públicos, como la incertidumbre sobre cuándo van a acabar.
Es cierto también que una guerra y una pandemia como la actual presentan diferencias. Quizás la más visible es que en una guerra la destrucción física es una de las consecuencias más evidentes. Adicionalmente, el final de una guerra suele venir marcado por algún tipo de tratado o acuerdo que supone un nuevo equilibrio y orden geopolítico internacional. Ninguna de estas dos realidades se da en el caso de una pandemia. A ello se unen otros factores que hacen que las dos situaciones tengan diferencias en cuanto a su origen, al sesgo demográfico que producen, o las desviaciones en la producción que se originan de manera generalizada en una guerra, y sólo anecdóticamente o en algunos sectores muy concretos en el caso de una pandemia.
En cualquier caso, en ambas situaciones la salida requiere de fuertes expansiones monetarias y elevados déficits públicos, acompañados de un gran endeudamiento que traten de reactivar las economías tras fuertes caídas del PIB y drásticos incrementos de los niveles de desempleo.
En este sentido, las principales autoridades monetarias han aplicado medidas de expansión sin precedentes en la práctica generalidad de las economías, al tiempo que se han puesto sobre la mesa paquetes fiscales de gran calado. Los más significativos son los aprobados por Europa y Estados Unidos.
El plan de recuperación de la Comisión Europea denominado Next Generation EU, con un total de 750.000 millones de euros, supone el mayor paquete de estímulo jamás financiado por la UE, y por primera vez, a través de una emisión conjunta, con el objetivo de ayudar a reconstruir la Europa posterior a la COVID-19.
Por su parte, la nueva administración americana aprobó hace tan sólo unos días un plan de estímulo fiscal por un total de 1,9 billones de dólares, que incluye, entre otras medidas, ayudas directas a los ciudadanos y a las empresas para tratar de reactivar el consumo y evitar mayores impactos en términos de desempleo.
Una duda clara que surgió hace unos meses, con la necesidad de poner el foco de nuestra atención y de las medidas de política económica al servicio de las perentorias necesidades sociales y sanitarias, es hasta qué punto la agenda de sostenibilidad se vería impactada.
Las preocupaciones y la atención a la sostenibilidad se venían acelerando en los últimos años, como quedó plasmado desde la aprobación por parte de las Naciones Unidas de los Objetivos de Desarrollo Sostenible para 2030, que establecían, por primera vez, un marco ambicioso y globalmente aceptado sobre las metas a alcanzar. Por otra parte, también en 2015 la firma del Tratado de París suponía una llamada a la urgencia y un fuerte compromiso para la actuación, con el fin de evitar las negativas e inminentes consecuencias del cambio climático sobre nuestras sociedades. La salida de Estados Unidos de este acuerdo, empañó en los últimos años el logro de unos compromisos cuyo alcance sólo es posible en un contexto de cooperación entre todos los países. En este sentido, la vuelta al acuerdo del mayor país del mundo anunciada por la administración Biden, supone una buena noticia para la consecución del objetivo de limitar el incremento de la temperatura a nivel global.
Respondiendo a la inquietud inicial sobre si la pandemia pudiera suponer un freno a esta ambiciosa agenda acordada, la realidad que parece imponerse es precisamente la contraria. De manera similar a cómo el recurso al keynesianismo, mediante la reconstrucción de las infraestructuras y los edificios destruidos en una guerra fueron en el pasado el motor de la recuperación económica, en esta ocasión Europa quiere aprovechar el impulso fiscal acordado para “reconstruir” nuestras economías y hacerlas más sostenibles, más resistentes, y más digitales.
Las actuaciones de las autoridades nacionales europeas deben ahora acabar de diseñar los mecanismos, que permitan aprovechar los elevados presupuestos públicos comprometidos. El elevado volumen de recursos financieros que es necesario ejecutar en los próximos años, requiere además una colaboración muy estrecha con el sector privado, incluyendo tanto a las grandes, como a las pequeñas empresas, sin cuya activa participación es imposible vislumbrar una transformación económica profunda. Del éxito en la definición y ejecución de estos planes dependerá que la recuperación económica sea aprovechada para transformar nuestras economías productivas y hacerlas más sostenibles y con mayor capacidad de crecimiento.
Luis Maldonado, Consejero de Beka Finance